ANTOLOGÍA DE RELATOS Y MICRORRELATOS

ROSA MARÍA PIQUERAS DOMINGUEZ

Una casa en San Blás

Érase una vez no es lo adecuado, pero hace mucho tiempo sí lo es, y además, fue cuando llegué a Godella. Transcurría el mes de enero, quizá el más frío de la comarca junto a febrero. Cuando vi la casa donde había alquilado una habitación por Internet, tuve el presentimiento de que no me equivocaba. Gracias a las fotografías sabía que era el lugar perfecto para dar rienda suelta a mis instintos. Esa casa sería mi aliada para llevar mi venganza a cabo, y no me sentí defraudado.

Estaba bien posicionada en una calle oscura, sin árboles y, a juzgar por el viento que volaba, gélido y veloz, entregada a la desolación y las maldiciones que traía en mi corazón. Mi padre había fallecido años antes, sin poder olvidar a la dueña de la casa. Hubo entre ellos una relación de amor muy intensa antes de que yo naciera, y, pese a no ser mi madre, yo sentía el mismo rencor o más que si lo fuera.

Llamé a la vieja puerta, y pasados unos minutos, abrió mi casera. Ella no me conocía. Era una mujer añosa que atesoraba trazas de una belleza peculiar. Pronunció un saludo cortés y me hizo entrar. Cambiamos algunas palabras para romper el hielo y, mientras subíamos —o más bien escalábamos— por una crujiente y peligrosa escalera de madera, hablamos sobre el viaje, el tiempo… En fin, lo de siempre. Esa charla nos dio pie para asegurarnos de que habíamos entendido mutuamente las condiciones del alojamiento en régimen de pensión completa.

Me sorprendió encontrar una casa grande, bien amueblada y limpia. Empezaba a entender a mi padre, pues coincidí con ella en el gusto con el que estaba dispuesto el mobiliario que, sin ser caro, resultaba acertado y muy acogedor. Me instalé con rapidez, dado que mi habitación estaba bien equipada: era cálida, tenía su propio baño, espacioso; era todo perfecto, no carecía de detalles, y fluí sobre la marcha, terminando de colocar mis cosas, enchufar mi portátil y robar unos minutos para revisar mis e-mails. Yo estaba empleado en una corporación farmacéutica; mi trabajo consistía en la coordinación y distribución de la vacuna de la gripe A en las capitales de provincia de la Comunidad Valenciana y Castilla-La Mancha.

Fui llamado a cenar. Era la primera reunión en la que conocería a todos los miembros de la unidad, y quizá a otros inquilinos, si los hubiese. Tomé asiento donde se me indicó y quedé expectante unos momentos, en los que divagué sobre otros aspectos desconocidos que pudieran haber hecho tanta huella en los sentimientos de mi padre, hasta el punto de convertirlo en un ser huraño y cruel. Observé cómo acudieron tres mujeres alrededor de la mesa, de edades diferentes, que rondaban los dieciocho a los veintiséis años —o algo más, pero no podía aventurarlo—. Con rapidez vi sus contornos de soslayo hasta dirigir la mirada a los ojos.

—¡Hola! ¿Cómo estás?

Dijeron sus nombres entre sonrisas. La primera en presentarse fue Ada: morena, con cabello largo, cobrizo y poblado. Su belleza era imposible de ocultar, aunque lo intentase. Lucía unas hermosas ojeras que la hacían aún más evidente.

—¡Me alegro de conocerte! Yo soy Raúl, Raúl Escrivá.

Una voz impaciente añadió:

—¡Yo soy Cristina!

Era delgada y morena, parecía la mayor.

—Somos hermanas —aclaró—. Vivimos las tres con nuestra madre. Mi hermana pequeña se llama Ana, es muy tímida.

Presumo que sus mejillas se sonrojaron más por el comentario que por mi presencia. Empezamos a cenar cuando su madre se sentó; ante su curiosidad, comencé a describir con detalle mi ocupación laboral, analizando sus reacciones como valiosa moneda de cambio.

Las chicas llevaban una vida discreta. Ana, la pequeña, se esforzaba en tercero de Derecho. Su timidez marcaba su estilo: era reservada, segura… Fue muy difícil convencerla, por no decir imposible. Los celos y la desconfianza de Cristina eran claves para intimar con ella: acaparaba mi tiempo con fines egoístas, de modo que tuviera menos para dedicarle a las demás. Se dedicaba a la casa ayudando a su madre y no sentía inclinaciones culturales, aparte de ver, entre sueño y sueño, películas de renombre mientras devoraba galletas de chocolate en el sofá. Desde el primer momento no tuve que esforzarme para enamorarla y convertirla en el eje de mi plan, pues era la favorita de Ada, y así se me abriría el camino para doblegarla a ella también.

Cristina y yo nos casamos tres meses después, y gané la confianza de la familia, excepto la de Ana. Su mirada guardaba una inquietud oculta. Diferencia que podía percibir al mirar a Ada, pues sus ojos a menudo brillaban de una forma antinatural, debido al consumo de alguna droga. Me deshice muy dulcemente y poco a poco de mi esposa; gracias a mis conocimientos químicos, fui agregando reiteradamente unas gotitas de veneno a su bebida favorita: zumo de melocotón con hielo. Su corazón se paró sin dar avisos de enfermedad. Una placa de colesterol en la válvula mitral, según el informe de la autopsia.

El dolor por la pérdida se apoderó de la madre. Sin embargo, yo me sentía pletórico viéndola sufrir: le había arrebatado uno de sus seres queridos, igual que ella hizo conmigo al dejar a mi padre vivo, pero roto. La siguiente sería Ada, que tras la muerte de su hermana tuvo que asumir las tareas de la casa, pero, como era una holgazana con poco aguante, pronto se entregó con esmero a la marihuana, las pastillas y el whisky. Se levantaba tarde y con resaca continua. Me desharía de ella simulando una sobredosis. Pero no me dio tiempo: murió de forma natural, en la calle; tropezó y se golpeó la cabeza. Pensé en lo poco que me habría costado asumir el mérito, pero no fue mío.

Pasados dos años, Ana acabó la carrera. No ejercía aún, pero su perspicacia era envidiable. Nos observábamos mutuamente con audacia; vivir bajo el mismo techo nos brindaba muchas ocasiones en las que pude percibir cómo ella sospechaba que mi vida estaba arruinada por el odio. Pero hasta que atase cabos y dedujera quién era la causante de mi rencor, yo tendría la oportunidad de hacer tiempo para decidir qué hacer con ella.

Aquella siniestra noche llegué antes de lo habitual. Había comprado algunos alimentos para hacerme la cena. Sin duda bajé la guardia cuando alcancé el último peldaño de la maldita escalera de madera, clavando mi pierna hasta la rodilla. Reaccioné tarde, pues no tuve la posibilidad de sujetarme; me venció el peso y rodé de espaldas hasta abajo, dando varias vueltas en las que los golpes con los diferentes peldaños hundieron mis vértebras, produciéndome un dolor estremecedor. Salvé la vida, pero mi cuerpo quedó destrozado. Vivo como un vegetal, moviendo solo las manos y deseando morir. Ana no me visita nunca, seguramente no querrá hablar de la escalera. Pero ella, la madre de las tres hermanas, me visita muy a menudo y repite sin cesar un eterno sinfín de arrepentimientos por haber abandonado al padre de las que podrían haber sido mis propias hermanas, sin saber que yo también podría haber sido su hijo, pues lo era del hombre al que ella abandonó. Yo no se lo dije nunca.
 

Las motocicletas son para el ático

“También vivió en Ícaro-Planet, pero solo cuando llegó a su estado más evolucionado como individuo volador no humano. Encontró cómodo su destino, tenía tiempo libre, de modo que decidió darse el capricho y comprar una motocicleta. No sabía conducirla —siempre se teletransportaba o volaba a la velocidad de la luz—, pero se sentía inexplicablemente humano en versión romántica.

Soñaba con sentarse en el ático acristalado y observar el universo fumando cigarrillos de tabaco rubio terrestre. Se volvía loco de placer solo de pensar en sus momentos de ocio. Lo hizo antes de entrar en carga total de energía. Realizó su pedido a Agencias de Envío del Planeta Tierra Alfa Centauri, encargando la siguiente mercancía:

Una motocicleta Kawasaki KX con cenicero de antracita y tres mil cigarrillos rubios de la marca Winston.”


Declaración vecinal

Nos sentimos todos orgullosísimos de nuestras aceras; se ven desde el satélite Orión, compitiendo en tamaño con monumentos del calibre de la Muralla China.

Como consecuencia del estupendo fruto de la instauración del régimen Anárquico, se acabó el control de velocidad y asistimos también a otros cambios, como por ejemplo, la competición diaria de lanzamiento de bolsa de basura desde balcón, ventana o terraza, con el aliciente de las apuestas. Nuestro sufrido y más que estimado “no alcalde” pidió encarecidamente la construcción de aceras de tres metros de altura como mínimo, a lo que los ciudadanos nos ofrecimos muy voluntariosamente costeando el gasto. El objetivo era contundente: los peatones podrían caminar seguros, los conductores conducir rápido y, por supuesto, los lanzadores de bolsas de basura menos experimentados podrían competir con los mejores, ya que encestar en el contenedor sería más fácil.

Fue pensado y hecho. Votamos por la construcción y pusimos manos a la obra, terminando la obra en dos meses. Y lo que sucedió fue algo muy sorprendente: nuestro “no alcalde” pudo dimitir; los lanzadores de bolsas comenzaron a lanzarlas desde las aceras, encestando casi siempre a la primera, y lo más rocambolesco e inesperado fue que los conductores dejaron de conducir; ya no quieren correr y ahora se pasean como peatones por las cumbres aceradas con verdadera elegancia y lentitud.

 

Satisfecho y a la moda

En una cena de las de antes, entre amigos, surgió esta conversación, donde una persona cuenta al resto las ventajas de los peinadores colocados en el quicio de algunas puertas de estaciones de tren, aeropuertos y autobuses, diciendo en voz alta los beneficios de tan irremplazable elemento.

Mi equipo y yo sabemos que el peinador es un gran adelanto en el cuidado de la imagen de hombres estresados; no obstante, el otro día escuché una conversación entre amigas que me hizo sentir muy feliz y satisfecho con mi último producto, que, por cierto, ya está patentado a nivel mundial.

Una amiga le cuenta a otra, mientras yo robo los sonidos de sus palabras prestando toda la atención posible: “¡Qué alegría más grande tengo, chica, desde que los peinadores automáticos se encuentran en la mayoría de las estaciones! Puedo levantarme más tarde porque estos aparatitos se encargan de mi pelo y voy siempre requetebién peinada, a la moda, y no solo eso, es alucinante la cantidad de modelos de peinado que luzco gracias a ellos. Y además, ¡cómo ha cambiado la estética de la ciudad! ¡Yo no podía más! ¡Cada día iba la gente más despeinada, siempre con el tiempo tan justo para ir a trabajar! Mi peinado favorito es el que realiza el peinador triple de la estación de tren Joaquín Sorolla de la ciudad de Valencia; te hace lavado, cortado y secado en un tiempo récord de 3 minutos, con masaje en las orejas y sin tirones. Y si no tienes pelo, te da servicio de colocación de peluca. En fin, ¡qué maravilla, esto es una auténtica fantasía!”

 

¿Por qué es necesario tener un ensuciador en casa?

Una mañana de un día cualquiera me paseaba yo por el mercadillo Mundo al Revés, sin interés por comprar, solo quería distraerme, pero algo llamó poderosamente mi atención. Era una máquina pequeña, circular, muy similar al aspirador o robot de limpieza Roomba, pero este aparato tenía unos pequeños depósitos adjuntos en los que lucían estas bellas frases:

Pelo de perro, polvo callejero, barro fresco, migas de pan, papeles muy rotos, bolas de pelo de manta, pelo humano, uñas recién cortadas, trocitos de hojas secas y restos de bocadillos rancios.

La primera impresión que tuve fue de risa, y pensé que se trataba de una máquina de juguete, pero estaba tan bien acabada y lucía tan sólida, que dudé también de que fuera una estafa. De modo que pensé en mi pregunta y me atreví a formularla, pues la seriedad de la vendedora (seguro que no utilizaba el peinador) me hacía suponer que ya había lidiado con este tipo de cuestiones y estaba cansada de contestar.

Con tono coloquial, pregunté:

—¿Esta máquina sirve para ensuciar?

—Sí, contestó.

—Perdone usted mi curiosidad, ¿quién podría necesitarla? 

Y cuál fue mi sorpresa cuando escuché su contestación diciendo:

—Estamos acabando con la limpieza; se impone la necesidad de ensuciar para poder limpiar. Naturalmente, no es tan obvio para todos, sin embargo, hay viviendas que están tan tristes y vacías que la única persona que la habita necesita ensuciar y recuperar el recuerdo de una casa más desastrada, pero más feliz.
 

El regalo

12 de septiembre de 1989

Querido Sergio:

Sé que ahora estás con el dinero en la mano sin saber qué pasa, pero sigue leyendo, por favor, no dejes de hacerlo. Ya sabes, porque te lo he dicho millones de veces, que eres mi único amor, mi fuerza y mi vida. Te escribo desde mi celda; es por la tarde y ya se acerca la noche. Deseo que te encuentres bien y me atrevería a hacer cualquier locura con tal de recibir un solo beso de tus cálidos y dulces labios.

Estamos separados por la distancia, pero unidos por el gran amor que sentimos el uno por el otro. Nunca pienses que he dejado de amarte después de tantos años sin libertad. Piensa que es preciso que me comprendas, pues es lo único que puedo pedirte.

Me encuentro tan cercano a la salida, al fin de mi condena, que me siento perdido en un mar de tormentas. No sé comunicarme y tampoco tengo ningún interés por los demás. Siento que pertenezco a la prisión hasta en mis recuerdos más antiguos. Soy un inválido a todos los niveles. El miedo y la derrota que sentí el día que me concedieron el permiso pesaron como losas en mis decisiones posteriores.

Me devolvieron veinte mil pesetas que llevaba en mi cartera el día que me detuvieron y marché hacia un casino. Pregunté al taxista cuál me recomendaba. Sin duda, se trataba de un tipo experimentado en el asunto, pues de inmediato añadió: "el gran casino bohemio".

Aparcó el taxi en la puerta principal, pagué y me despedí. Entré sin darme cuenta de si era de día o de noche, movido solamente por el instinto.

Jugué toda la noche y gané todo al 12 Rojo. Tenía cerca de diez millones en mi bolsillo y deseé otra vez comprar una pistola y ponerla en la sien de algún desgraciado para que me diera el dinero de la caja de su banco para seguir acumulando dinero. Fue tan rápido el pensamiento que me hundí en el presagio de un nuevo atraco y reviví la imagen del último asesinato desde una perspectiva dolorosa. Contuve mi deseo y volví a prisión.

Después de asegurarse de la procedencia del dinero, se incautaron de él y pasé. No tengo esperanza de reconciliación conmigo mismo, soy un atracador y un asesino, y solo quiero decírtelo a ti.

Ahora que estás leyendo mi carta y ya te has enterado de que estoy libre, nunca pienses que podrías haber hecho algo más. El amor no siempre es suficiente. Seguro que ya sabes que fue con el cinturón que vestí para ir al casino. Ellos no lo esperaban, tampoco fueron suficientes tantos años para saber cuáles eran mis intenciones.

No cabe ninguna otra despedida que rememorar los momentos felices que vivimos juntos.

Adiós, con amor,

Raúl


David contra Goliath

Sabéis que el vínculo de unión entre mi hermano gemelo y yo es sólido y que compartimos muchas inquietudes, problemas y reflexiones. Ahora, yo confío en mi intuición al tener el atrevimiento de compartir con vosotros cuáles fueron los pensamientos que le pasaron por la cabeza el día que montó en su Audi y se marchó al casino. Por varias razones quiero rescatarlos del silencio y compartirlos con vosotros, mis sobrinos, puesto que, además de haber alcanzado la mayoría de edad y una considerada madurez, vuestro padre me ha comunicado que desea que vosotros los sepáis.

Dichos pensamientos se los decía a sí mismo mientras conducía, y eran los siguientes:

“¡Menudo loco, estás derrotado, tienes los bolsillos repletos de dinero y no te satisface tampoco, nunca cambiarás! Sigues deseando la muerte, la persigues y la traes a tu mente de forma enfermiza desde aquel día que viste a tu padre en el suelo del cuarto de baño. Aquel charco de sangre no se borra de tu recuerdo, la mirada fija, perdida, como una estatua brillante. ¡Pobre de ti! Esperabas que sus pupilas se giraran, que su boca se abriera y dijera: ‘¡No pasa nada! Solo ha sido un resbalón con mala suerte. ¡Ayúdame a levantarme, hijo!’ Pero no fue así. Te miraste al espejo y sentenciaste tu vida. Sí, sí, lo sabes, ¡eras muy joven para superarlo! Pero tu vida sigue. Sí, sigue, sigue… ¡Pero sigues sin superarlo! ¿Por qué no puedes? No tienes respuesta porque eres un idiota, no vales para nada. ¡Cobarde! ¡Pon el coche a máxima velocidad y acaba con esto de una vez! En la siguiente curva todo habrá terminado… ¡Písale más!”

Pero su teléfono móvil estaba en el asiento de al lado y escuchó el sonido de una llamada, rescatándolo de su encierro mortal, y vio en la pantalla que era yo. Siempre nos habíamos querido. Yo lo respetaba no solo por su trayectoria profesional y personal, sino también porque yo era consciente de que su sufrimiento era superior al mío. Nuestra madre no me dejó ver a mi padre muerto, de modo que mi hermano, vuestro padre, cargó con todo el peso de ese recuerdo. Además, ella prohibió hablar de ello, cosa que yo no deseo que siga sucediendo entre nosotros.

Cuando sonó el móvil, mi hermano creía que se sentía apedreado en la cabeza y esas piedras tenían forma de frases, conteniendo seguramente las siguientes palabras: “¡No contestes, notará lo deplorable de tu estado, que sientes que te encuentras en un callejón sin salida y te hará cambiar de opinión!” Por otra parte, seguro que también le sacudían los pensamientos contrarios: “¡Sí, vamos, coge el santo teléfono! ¡Es tu hermano, siempre te ha escuchado y ayudado! No se lo merece… ¿Por qué quieres acabar como un cretino? ¡Quieres contestar y escuchar su voz! ¡Vamos, házlo! ¡Mátate o contesta de una vez!”

Por fin, después de haber bajado a los infiernos, contestó y dije:

—¡Hola, Javier! ¿Estás de camino hacia casa? —pregunté—. Tenemos que hablar, mamá ha tenido un accidente. Intenté controlar el temblor de mi voz. Su coche se salió de la carretera por exceso de velocidad —dije—. Y añadí suavemente: Está malherida, yo estoy de camino al hospital, no puedo darte más datos.

Él no tardó en reaccionar, contestándome de forma muy enérgica, añadiendo:

—¡Yo también acudo, no me encuentro lejos! ¡Estaremos juntos y esperaremos lo mejor! No puede sucederle nada malo a mamá, por favor, Dios. Es joven aún y puede seguir buscando la paz y la felicidad. En este momento solo deseo que se ponga bien, que no tenga nada grave, que no sufra más. ¡Dios, Dios…! —Repetía—. ¿Por qué ha tenido que suceder esto, justamente hoy, ahora?

—Por favor, intenta tranquilizarte —le dije—. Nos vemos en el hospital —añadí.

El resto, mis queridos sobrinos, ya lo sabéis. Vuestra abuela estuvo en el hospital más de un mes, pero obtuvo el alta médica y se recuperó sin traumas y, lo que es más importante, sin secuelas, agradeciendo a la vida el regalo de tener otra oportunidad.

Vuestro padre no ha podido reunir las fuerzas para contarlo él, y en mi opinión, tiene sus motivos. Siente que es un peso más que lleva y necesita aliviarlo. Él quiere dar las gracias por continuar viviendo, pero le resulta muy duro recordar el hecho que produjo el cambio de su decisión, y sobre todo, no quiere permitir que reine el silencio otra vez, que se repita la historia como la vivimos nosotros.

 

Una mujer y un tráiler sin lona

Al principio, todo era como una relación entre jóvenes. Se conocieron en el mismo pueblo, fueron juntos al instituto y compartieron amigos. El contexto religioso en el que crecieron fue mayormente católico. Los dos hicieron la comunión juntos, aunque, a la par, ya no cumplían con la costumbre semanal de acudir a la iglesia, la cual estaba ubicada en el centro de la población, siendo el lugar preferido donde se realizaban las mejores reuniones dominicales con las correspondientes celebraciones conjuntas.

Se convirtieron en adultos, perfilando sus futuros juntos. Alberto consiguió entrar en la empresa de su padre para ejercer como contable. Ella, Rocío, se declaró desde muy pronto enemiga de los horarios rígidos, las jefas, los directores de marketing, recursos humanos y ese gran etcétera de castas empresariales y oficiales. Los dos continuaban con su relación de manera formal, alquilaron un pisito en el mismo pueblo que los vio crecer y se casaron, llevando adelante, quizá, y según opiniones diversas, los errores humanos más comunes en las relaciones de pareja.

Pasados los primeros meses de novedad, Rocío comenzó a desarrollar una inquietud diferente. Adquirió la costumbre de ver carreras de camiones americanos en la televisión, recordando cuánto le había gustado de pequeña jugar con aquellos grandes camiones de plástico que los Reyes Magos traían a sus hermanos varones, a los cuales, a su vez, les encantaba deleitarse con sus muñecas, montándolas de choferes en los camiones. Poco a poco empezó a gestar la idea de conducir uno de aquellos vehículos por Europa, aunque esta idea fue pospuesta debido a su primer embarazo. Se volcó en su maternidad y la crianza ocupó el lugar de su sueño de conducir. Pero nunca se olvida un deseo completamente; siempre queda un recuerdo inmerso, asociado con algún otro, y vuelve a la mente en forma de ilusión, de manera recurrente.

Así pasaron los años, y no en balde, pues nacieron tres criaturas más. Obviamente, la vida había cambiado bastante para ellos. Él había sido ascendido de manera simbólica a nivel laboral, evitando los dimes y diretes del personal de mayor antigüedad, y continuaba su trabajo con las mismas responsabilidades. Su evolución laboral fue discreta, aunque tenía la esperanza de heredar la empresa el día que su padre se jubilase. Este hecho estaba muy próximo, era inminente y muy deseado por algunos empleados, ya que el padre ejercía de director general y eclipsaba totalmente las ideas innovadoras de su hijo.

A nivel familiar y matrimonial, Alberto no había cambiado. Su evolución era de difícil valoración, pues ya desde el inicio de la celebración del matrimonio, él pareció estancarse o quizá ya estaba en su punto de maduración y no evolucionó más. Seguía teniendo los mismos gustos y aspiraciones. Esto fue lo que motivó un cambio en Rocío. Ella no comprendía esa conformidad que tantas veces rayaba la abnegación y que la hacía partícipe de su preocupación. Una de las veces que hablaron sobre sus inquietudes, ella le dijo:

—Alberto, necesito cambiar mi vida, me ahogo, necesito valerme de otras formas, ponerme a prueba, un reto que me remueva… ¿Me comprendes?

—No te entiendo, cariño —respondió él con tono franco.

—Quiero trabajar, ganar dinero y aportar a la familia un sueldo más. Dentro de poco será necesario hacer frente a necesidades más costosas de nuestros hijos —argumentó Rocío.

—Podemos sobrevivir y ellos aún te necesitan...

—Me gustaría contar con tu apoyo. Nuestros hijos ya no necesitan tanta dedicación y he pensado en sacarme el carnet de chofer de camión. Sabes que siempre he tenido este deseo —expuso ella sinceramente.

—¿Qué? —contestó asombrado—. Venga, vamos a bailar nuestra canción —y puso en su móvil "Love is in the Air", cogiéndola por la cintura y evadiendo la conversación.

El desencadenante vino con el crecimiento de los hijos. Ella tomó conciencia de que, para él, aquello estaba de más, pero como empezó a disfrutar de algo de tiempo libre, decidió emplearlo en formarse adecuadamente para conseguir el permiso de conducir camiones de grandes toneladas.

Ella dejó pasar un tiempo y un bonito día, cuando estaban de picnic, se decidió. Dos días después estaba matriculada y consiguió su propósito en tiempo récord. Se apuntó en la oficina de desempleo como chófer de camiones y empezó a buscar la manera de aprender idiomas mientras hacía las labores domésticas: limpiaba y cocinaba escuchando las lecciones que encontraba en internet.

Alberto seguía con su vida rutinaria mientras ella avanzaba en su objetivo hasta el punto de estar preparada para aceptar su primera oferta, que llegó en muy poco tiempo. Una empresa de reparto de plátanos de Canarias necesitaba un chófer para cubrir la ruta del Sur de la Comunidad Valenciana y no dudó en aceptar. La empresa le entregaba el camión cargado y ella tenía que distribuir la mercancía a los clientes mayoristas. Le pareció todo perfecto: el sueldo y el horario. Quería salir, ganar dinero y cambiar de vida.

Fue duro adaptarse. Madrugaba todas las mañanas, incluidas las de los días festivos. A las seis de la mañana ya estaba preparada para salir de casa, se dirigía al camión y ponía su radio en marcha. A veces sonaba “Love is in the Air” y se preguntaba a sí misma cómo podía darse esa coincidencia cuando se iba. La casa y las crianzas parecían ser un obstáculo, y se plantearon la posibilidad de contratar un asistente doméstico, pero Alberto asumió la tarea pidiendo una excedencia laboral.

Pasó el tiempo. Rocío conducía un tráiler dotado de tecnología punta y toda la comodidad necesaria para llegar a imaginar que, en algunos momentos, se estaba tan bien como en casa. Evolucionaba hasta convertirse en una chófer profesional a nivel europeo. En el transcurso de su trabajo tuvo oportunidad de conocer muchas personas, tenía contactos en todas las ciudades más importantes y, si le quedaba algo de tiempo, asistía esporádicamente a la ópera en ciudades italianas o visitaba algún museo.

En Ámsterdam se citaba con O.R., hijo del famoso diseñador para el cual trabajaba transportando sus productos, con el que fraguó una intensa amistad. No fue el único. En Berlín concertaba citas con D.B. Siempre estaba muy activa. No volvía a casa de forma habitual, y cada vez espaciaba más los retornos, permaneciendo el tiempo justo, dedicándolo a su familia por completo.

Alberto seguía siendo el mismo hombre y ella tampoco había cambiado en lo esencial. Un viernes, cuando llegó, lo encontró en la cocina haciendo una tortilla de patatas. Llevaba un batín y un rulo en el tupé, y se percató de que había engordado algún kilo más. Cuando ella se acercó para besarlo, él le contestó gritando:

—¡No me toques! ¡Fuera!

—¿Qué te ocurre? —dijo ella.

—¿No te das cuenta de que ya no me quieres? —refunfuñó él entre sollozos.

—No es cierto, Alberto. Tienes que rehacerte, haz ejercicio, sal, queda con amigos, estudia. Sabes que podemos pagar a personas que nos ayuden en casa. Tienes que coger el timón de tu vida. Nuestros hijos son mayores y tenemos dinero —contestó cordialmente Rocío.

—Ya no estamos juntos como antes —añadió Alberto.

—¡Las vidas cambian, el tiempo nos cambia, todo parece diferente! Lo importante es que nuestro sentimiento sea igual o mejor que antes —le reprochó Rocío.

Según me dijo Pablo, su hijo pequeño, esto no acabó aquí. Lo curioso es que Rocío adquirió una empresa de transportes y dejó de conducir. Trabajan para ella treinta mujeres entre administrativas y conductoras-chófer. Alberto sigue con ella, ha intentado dejarla, pero no puede. La fuerza de la costumbre se impone. Digamos que será eso, porque si no, ¿podría ser quizá dependencia, inercia, o cariño y amor? Y por qué no, a lo mejor, del verdadero.

 

El programador del horno

Mi deseo de aprender más crece conforme pasan las semanas. Cuando inicio una actividad novedosa que incluye esfuerzo físico o mental, por naturaleza tiendo a separarme del propio hecho y me justifico con el pretexto típico de “esto no es lo mío”. Pero, al mismo tiempo, soy muy dada al engaño, y esta vez creo que me voy a equivocar, pensé.

Toqué el barro por primera vez hacía veinticinco años, una bonita tarde de septiembre. Mi rejuvenecimiento mental fue instantáneo. Su tacto me trasladó al pasado, a momentos felices en el jardín de casa, muchos niños jugando con arcilla, haciendo figuritas, bolitas… en aquellas tardes templadas, ligeras, tranquilas, soñadoras y pacientes. Después de saborear mis recuerdos, empecé poco a poco a forjar una ilusión, modelando lo que quisiera, y así lo hice. Disfrutaba paso a paso, dando rienda suelta a mi imaginación, inspirada por el nuevo estímulo que representaba el deseo de estar sola, hablar conmigo misma. Y en estas lagunas de encuentro paseaba cuando una nueva idea llegó, muy cómoda, de la mano de una emoción, susurrando dulce pero con segura decisión, la completa convicción de tener un horno para cocer mi propia cerámica.

Pasaron dos largos años, en los cuales mi anhelo siguió creciendo, al igual que los días que pasaban. Después de varios balances económicos, llegó el día de materializar mi deseo.

Ya tenía mi horno en casa, era mío. Lo llené de piezas y preparé todo con la máxima meticulosidad. Había leído información en Internet, pero ahora me enfrentaba al programador, en el cual debía diseñar una curva de calor específica para cocer con el mínimo riesgo: mis errores podrían suponer la rotura de piezas en las que yo había puesto mi esencia, evocando mis sentimientos.

Con decisión desafiante, me senté delante de él sabiendo que era un minuto decisivo, y con el manual entre las manos, presioné suavemente las teclas que me guiaban en las instrucciones. Cuando el ciclo estuvo preparado, suspiré y, con la yema del dedo corazón, ligeramente humedecida por el sudor, oprimí en menos de un segundo la tecla START. Me quedé esperando un solo instante, en el que creo que dejé de existir, y escuché súbitamente el sonido de la energía al funcionar la máquina. Suspiré otra vez y pensé que me gustaba el sonido que producía; era seguro, pero ligero y regular. Me recordaba a los coches americanos de las películas, y supuse que en la familia mecánica, aquella máquina era uno de los hermanos mayores.
 

La cotilla perpleja

La muy observada por mí, que soy, sin remilgos, una cotilla de las cotillas, habitaba la planta baja de un edificio de cinco alturas con veinticuatro viviendas y dos áticos. En uno de ellos vivía la mayor distracción de mi "observada", es decir, la cotilla de esa comunidad.

Ella solía sentarse frente a la ventana y comprobar los horarios de entrada de sus vecinos. Si no eran los habituales, tenía un sistema de procesamiento mental que discriminaba la observación, chequeando automáticamente al día siguiente al personaje en cuestión por si había vuelto a la normalidad o, por el contrario, seguía siendo impuntual. Además, registraba otros cambios evidentes, como atuendos, acompañantes y otras cosas que a los demás les pueden pasar desapercibidas, pero nunca a un buen observador con título: COTILLA. Hasta que la situación no se normalizaba, ella permanecía en proceso de alerta, como si estuviera esperando la llamada para citarse con su cardiólogo.

Lucrecia, la que vivía en el ático, hacía las delicias de la COTILLA, que se limitaba a vivir la pequeña porción de vida de su vecina a la que tenía acceso. Se podría pensar que robaba esos instantes en los que Lucrecia aparcaba su coche y caminaba hacia el portal, elucubrando en auténtico éxtasis sobre dónde venía, con quién había estado, dónde habría comprado ese pantalón nuevo, incluso imaginando su estado de ánimo según la rapidez, torpeza, seguridad o elegancia de su paso.

Continuemos en el momento presente, en el cual la COTILLA se sienta a cotillear y se dice a sí misma, con toda la condescendencia y amabilidad que se podría tener hacia uno mismo cuando se perdona y se comprende:

—Por fin voy a sentarme, ¡ay, qué alegría, gracias a Dios! A ver… a ver… quién llega, hum… por el sonido del coche, creo que son los de la doce, vuelven de trabajar con los críos cansados y lloriqueando. ¡Qué pesaos! ¡Venga, quitaos del medio…!

Ya son las dos y media de la madrugada y aún no ha llegado Lucrecia, con su esbelta figura, su melena cobriza, esa juventud y finura, tan suelta, independiente, sana y libre. ¡Voy a esperar cinco minutos más! ¿Qué? ¿Oigo su coche? Ya está ahí, ¡qué suerte la mía, ha aparcado justo delante de mi ventana!

Desde mi posición, pude ver a la COTILLA agitarse y convulsionar ligeramente, quedando con la boca abierta, con gesto de dolor, paralizada en su silla, con la mano en el corazón. Corrí desde mi escondite y descubrí que mi sospecha se confirmaba. Vi lo que estaba sucediendo y te lo hago saber a continuación:

Yo había visto cómo llegó Lucrecia y aparcó. No descendió del coche. Esperé unos segundos observando la reacción de la COTILLA y pude ver cómo babeaba al ver la escena. La del ático no volvió sola, la acompañaba un hombre con el cual conversaba alegremente. Lucrecia paró el coche, apagó las luces, cruzó su brazo hasta llevar su mano a la nuca del acompañante y, acercando sus labios, lo besó con profunda pasión.

Del beso pasaron a los primeros tiernos bocaditos en el cuello, y cuando el calor fue suficiente, el acompañante se quitó la camisa y, deseándola con rapidez, se entregó confiadamente, al mismo tiempo que ella clavaba sus colmillos en la vena dilatada del cuello, dejándolo inmovilizado por la inmensidad del placer sentido por el hombre.

Yo no sabía qué hacer; la COTILLA parecía muerta, el hombre iba en camino a lo mismo. La sangre corría por su pecho, pero en una milésima de segundo reaccioné, salí de mi escondite y corrí hacia el lugar sin pensar. Abrí la puerta del coche del lado del conductor y, con una botellita de gel desinfectante que tenía en mi bolsillo, me dispuse a rociar los ojos de Lucrecia con el fin de paralizarla. Pero las cosas no salieron como esperaba.

La mañana siguiente nos despertamos juntos y así seguimos, después de años. Me encuentro con poder ilimitado para continuar una vida larga y muy diferente a la pasada.


Oscuridad

Querido Papá:

Al igual que tú, extraño a mamá, anhelo su presencia y pienso dedicar parte de mi tiempo a transcribir las grabaciones que hizo. Cuando escucho su voz, me instalo de nuevo en su compañía y quisiera que tú, si así lo deseas, pudieras leerlas para reconfortarte en esos momentos de inmensa nostalgia.

Este es el primer texto que he transcrito:

Grabación número 1
Fecha y lugar: Un día, de un mes, de un año, en un pequeño lugar del universo.

“Hola, soy yo, Olivia.

Creo que percibo mejor que otros el espacio y el tiempo; los uso a mi manera y conveniencia. Conozco el jardín de casa como la oscuridad que me habita desde que nací y hoy, antes del momento de acercarme a la valla, percibí algo especial… Intuitiva pero prudente, puse mi mano y me rozó una suave y fresca humedad, que no identifiqué, pero que, cuando empecé a tocar pelo, ojos y orejas, supe que era la cabeza de un animal.

Yo lo escuchaba gemir débilmente, pero detecté su alegría e impaciencia por derribar la frontera que nos separaba, o sea, la valla. Llegué a la puerta y la abrí. Por el sonido del viento a su alrededor y de sus pisadas, deduje que entró muy veloz. Lo tanteé como pude; no paraba de saltar, de lamer mis manos y emitir unos gemidos muy extraños.

Yo le hablaba, pero no parecía escucharme ya que no reaccionaba y comencé a pensar que se trataba de un perro abandonado en mal estado. Mi tacto y mi olfato me dieron el conocimiento de su extrema delgadez y falta de higiene. Noté cómo no se separaba de mí y cómo me guiaba mediante dulces golpecitos que venían de su cabeza, dirigiéndome hacia la entrada de la casa, trayecto que yo conocía muy bien gracias a mis trucos de ciega, pero que, gracias a él, tomé conciencia de que no los había utilizado hasta su compañía.

Mi pensamiento vuela rápido entre esperanzadoras incógnitas que van en las siguientes direcciones: ¿Por qué no ladra? ¿Será sordo y mudo, quizás? Sin embargo, parece un buen perro de guía… ¿se habrá perdido? No sé si tendrá dueño… No sé si ponerle nombre… A lo mejor seremos amigos… Y en fin, un buen puñado de… algo que no se compra con dinero… una nueva ilusión.”

Fin.

Homenaje a Julio Verne

Debido a la contaminación generada por la emisión de gases de efecto invernadero, el planeta Tierra se encuentra, a nivel global, en una condición máxima de inestabilidad. Como no pudimos adaptarnos —y aunque, como humanos, hicimos lo posible—, hubo un éxodo masivo en busca de la supervivencia.

Os agradecemos el turno de palabra, y es por eso que os hemos introducido brevemente en lo que fue nuestra situación terrestre, con el fin de ofrecer una explicación sobre nuestro origen a esta Asamblea de Civilizaciones Galácticas, siendo, además, testigos de la experiencia que vamos a compartir sobre nuestro primer viaje:

"Elisa y yo habíamos llegado antes de lo previsto, pero solo unos momentos antes que aquel hombre.

Nosotras éramos las últimas del reparto de nuestra generación, de modo que ya no quedaban apenas imprevistos en el largo recorrido del tren que habían utilizado millones de humanos antes que nosotras.

Por fortuna, íbamos de la mano cuando llegamos a destino, sin imaginar lo que estábamos prestas a presenciar.

Observamos cómo una bellísima señora esperaba, cómodamente sentada en una pequeña butaca de terciopelo rosa. Supimos después que el tiempo había pasado tan deprisa o tan despacio, que la única certeza que tenía el caballero —aquel que había llegado con nosotras y se acercaba a ella como un verdadero bailarín de ballet—, era que su transcurrir físico y vital había sido distinto de cómo lo había notado hasta entonces.

Fuimos testigos, Elisa y yo, de que allí, nuestro bailarín, frente a ella —la que lo esperaba después de tantos años sin verse—, pudo encender la misma chispa fugaz que cuando antaño cruzaron sus miradas. En ellas se contenía una inmensidad de recuerdos, complicidades y sentimientos infinitos de verdadero aprecio y bondad recíproca, que habían permanecido almacenados en sus corazones durante los años de involuntaria separación.

Nuestro sentir recibió como propio su abrazo, que se convirtió en una fusión de metales nobles que reflejaban un solo cuerpo luminoso, cuya imagen apenas nos permitía adivinar la parte del cuerpo perteneciente a cada individuo. Sus ojos se solapaban paralelos, los labios y los órganos internos también: en completa simbiosis, parecían bailar al compás de una danza placentera.

Se desprendieron de sus cuerpos, y la luz delineaba sus suaves y perfectos contornos humanos, los cuales se habían transfigurado en la versión más bella posible de ellos mismos.

Coincidimos, pues, en que nadie nos había comunicado cuáles serían nuestros cambios físicos. También nos mostramos susceptibles al intentar comprender el motivo por el cual no había venido ninguna persona a esperarnos.

Por otra parte, sabíamos que viajar al centro de la Tierra conllevaba desaparecer en cuerpo y alma de la dimensión en la que nos encontrábamos cotidianamente, pero lo expuesto es tan difícil de entender que ni siquiera podemos apelar a nuestras reservas de fe.

Aunque nuestra imagen es permanente, bella y luminosa desde la cabeza hasta los pies, nuestro cuerpo también ha desaparecido. No experimentamos dolor físico, sino una ingravidez pacífica, tranquila y muy cómoda. Aun así, no se extingue nuestro deseo de saber y entender más y mejor, para poder elegir a qué lugar hubiéramos querido ir, antes o después de estar ahora aquí."

 

La colada del sábado

Una maestra de primaria, un estudiante gay "dentro del armario" y un divorciado con "pancheta" anulan la siesta y, de mal humor, se reúnen los sábados en un bar para tomar café. Como dependen del jabón y no tienen lavadora, cuando terminan se dirigen a la lavandería del barrio para hacer la colada semanal.

Una vez en el lugar, cada uno tiene sus gustos y condiciones propias, aunque dependen entre ellos de sus propios favores mutuos. Al gay le gusta cómo la maestra pone la ropa sucia al revés antes de meterla en el tambor de la lavadora, y a la maestra le gusta cómo el gay pliega la ropa limpia, especialmente los calcetines, sin arrugas e introduciendo uno dentro del otro para que no se pierdan. Al divorciado no le van las pamplinas y se lo monta solo, eso sí, sin dejar de quejarse porque, aunque sea su ropa, no está acostumbrado a hacerlo y se avergüenza. Aceptó que esa causa era: atracción sexual.

Aquella tarde pasó algo cuando la maestra metió la ropa en el tambor. Notó un mordisco, sacó la mano enseguida y se vio una herida que empezaba a sangrar, al mismo tiempo que una rata saltaba sobre su pecho y se enredaba, intentando escapar, con los abalorios y otros objetos propios de los humanos, como foulard, pelo, collares, camisa... Ahí empezó el caos. Ella comenzó a gritar de miedo y asco, intentando arrancarse el bicho a tirones, cuando el gay se compadeció y, para ayudarla, instintivamente le arrancó la blusa de un meneo, dejando a la maestra en topless vaquero. ¡Ja, ja, ja, ja! El divorciado se partía de risa, pero pronto le tocaría a él también sentir vergüenza, pues la rata saltó precisamente a su cabeza y, al intentar quitársela de encima, se arrancó sin querer su peluquita, dejando a la vista una calva bien engrasada.

¡Madre mía! Ya teníamos a dos enseñando partes ocultas de su cuerpo cuando entró en la lavandería una joven vecina que había dejado el trabajo para estudiar diseño de moda por su cuenta. Su aparición puso a los ocupantes en alerta, por si se trataba de otra amenaza, pero solo se escuchó la voz de la chavala diciendo con descaro: "Oye, ¡qué cara más rara tienes sin peluca!" (Menuda calvorota, pensó) y tú, ¿qué haces con las tetas al aire? (¡Ostras, ya me gustaría a mí...!, siguió pensando).

Todos le contaron lo sucedido con frases de telegrama mientras la rata seguía por allí sin control. La recién llegada notó cómo algo trepaba rápidamente por el canal de su pantalón, claramente hacia arriba. Los ojos de la chica y los de los demás, por qué no decirlo, estaban fuera de sus cuencas, y todo el grupo comenzó a moverse por la sala sin ton ni son, perdiendo los nervios, hasta que la chica se quitó los pantalones bombachos con la rata metida entre ellos, y haciéndolos una bola, los metió en un tambor y cerró la puerta con rapidez, sin mediar palabra, quedándose en unos calzoncillos que tapaban un paquete masculino. Todos se taparon como pudieron y salieron corriendo, dejando a la rata encerrada en el tambor, sin pensar que una situación igual podría repetirse con otro u otros clientes.

El sábado siguiente acudieron puntuales a su cita, pero en lugar de tres eran cuatro, pues “la chavalita” había hecho buenas migas con el estudiante y, además, teníamos a un divorciado calvo entregado como alumno, dispuesto a plegar bien la ropa. Desde aquella tarde, en todas las demás reuniones se mostraron tal y como eran, con su personalidad. Sin embargo, cuando salían, volvían a interpretar sus elaborados y entrenados papeles.
 

Las cinco preguntas de Dolores Izquierdo

Primera pregunta: ¿Quién?

Yo sabía que estaba a punto de entrar, así que aligeré el paso para verlo. Él trabajaba en el banco, como un mortal más que corre en la rueda del hámster. La mirada hostil puede suscitar inconformismo, pero a mí me colocó en el lugar de salida, inconscientemente. Supongo que él no aspiraba a levantarse esperando haber dormido bien, ni siquiera a mostrar su elegante cuerpo con el fin de proyectar una imagen arrolladora a los demás. Más bien estoy segura de que no esperaba causar grandes impresiones, pues vestía un atuendo básico casi siempre y su manera de desenvolverse era rutinaria a simple vista. Pero para mí era sugestivo el simple hecho de la finura con la que utilizaba sus alargadas manos para cerrar su coche o abrir las puertas.

Segunda pregunta: ¿Qué?

Creo que solo el día que tenía reuniones extraordinarias se perfumaba, y aquel aroma me hacía imaginar su compañía en secreto. Durante los últimos siete meses, desde que lo conocí, yo intentaba contactar con él, que esperaba paciente. ¿Qué estaba ocurriendo? Esa pregunta, claro, me rondaba. Yo era recién casada, llevaba dos años de apacible y familiar relación, a mi parecer satisfactoria. Mi experiencia me llevó a controlar mi instinto sin dejar de hurgar en la causa de la precipitación, que yo sabía de qué se trataba, y sin remilgos acepté que esa causa era: atracción sexual.

Tercera pregunta: ¿Cuándo?

La primera vez que nos vimos cara a cara, sentí eso que dicen… “Tuve la impresión de que ya nos conocíamos”. Es decir, una aceptación de cómo el otro forma parte de tu propio ser y que no te quedan secretos, solo vivir lo que es: besando, abrazando y amando con los ojos, celebrando el reencuentro.

El primer contacto tuvo lugar al ofrecerme una silla, rozando su pierna con la mía al intentar esquivar a una compañera. La finura del tejido de mi falda y de su pantalón facilitó el roce de la piel. Urgía todo, pero el deseo de mirarnos y reproducir lentamente el mismo roce en los labios, mientras una gotita de sudor resbalaba por mi espalda, fue lo primero que encontró un reprimido cauce.

Cuarta pregunta: ¿Dónde?

Indagué lo que pude para saber algo sobre su vida, incluidas las herramientas habituales que ofrece la tecnología, con el objetivo de provocar un encuentro fortuito. Al fin llegó la solución, abriéndose camino de forma descompasada, como cuando me atraganto comiendo algo que me encanta y termino devorándolo sin masticarlo apenas.

Supe dónde vivía. Las últimas veces que nos vimos estaban muy claras nuestras intenciones. Yo iba a ser correspondida, aunque creo que era yo la que más codiciaba unos segundos en su compañía para elucubrar fantasías maravillosas que demolían mi realidad.

Por la tarde, después de esperarlo, lo vi salir de su portal y lo abordé. Se reunió conmigo y fuimos a charlar a un parque cercano, derretido por el calor y la abundancia de amantes.

Quinta y última pregunta: ¿Por qué? 

Hice pie en lo que considero que era tocar el principio del fondo. La cita fue la primera de unos encuentros en los que descubrí la droga que suministra la relación de dependencia física y emocional, en paralelo a lo ilícito del hecho infiel; todo esto sin hacer mucho acopio de las normas de la sociedad española, en este caso.

Cuanto más nos veíamos, más completitud sentíamos. Él era versátil, complaciente, digno, y yo cedía a todos sus designios sin objeción.

Había delante de mí un mundo lleno de sorpresas que yo ni siquiera hubiera imaginado, por muchos libros que hubiera leído. Era un amante acurrucado, grácil receptor, de gran generosidad. Nuestro deseo se mantenía tan joven que tropezábamos siempre con nuestras narices al besarnos, y esa sincera jovialidad en nuestra forma de ser cuando intimábamos fue el verdadero porqué de mi pasión por él.


Ojo de cerradura

Acerco mi pupila al ojo de la cerradura y veo, con horror, a dos hombres comiéndose a un gato crudo. Me horrorizo aún más al observar cómo se miran el uno al otro, compitiendo por el próximo bocado. Pero mi máxima estupefacción llega cuando nuestras miradas se cruzan y se paralizan, igual que sucede cuando se observa con binoculares y la imagen se detiene al ver que alguien se está dando cuenta de que tú lo estás observando y viviendo su momento. La diferencia del hecho observado viene cuando alguien te hace sonreír, avergonzándote un poco porque te han descubierto; o, por el contrario, te hace temblar de miedo porque has descubierto algo horrible. Salgo corriendo y salto la valla del jardín para escapar, apremiada por mis indiscretos instintos, que dudan entre convencerme de pedir o no pedir ayuda.

 

Despedida

Una adolescente busca a su padre con mucha urgencia para darle una fatal noticia. Así es como entra por primera vez en aquel gimnasio. El olor a sudor impregnaba el ambiente, aunque hubiera ventilación. Se movían las cortinas una y otra vez, y otra vez, y dirigió su mirada hacia ellas. Estaba asustada porque, después de recorrer todo el pasillo, cuya oscuridad era inmensa, encontró que las puertas estaban cerradas y selladas. Escuchó cómo una mano invisible golpeaba los tabiques de las habitaciones contiguas y un resplandor surgió sobre su cabeza a bastante altura. El pánico se apoderó de ella, estremeciéndose sin control. Se puso a correr cuando empezaron a esbozar los luminosos rasgos de un rostro. Creía que su miedo no podía ser más grande, pero se equivocó. Cada vez estaba más aturdida; no se esperaba lo único que faltaba para añadir más fuego a su incendio: y fue cuando se envolvió de golpe en una especie de niebla grisácea y densa que la hacía subir de temperatura hasta sentir un calor horrible. A punto de perder el conocimiento, se abrió paso esforzándose todo lo que pudo, hasta que cayó semiinconsciente y dejó de respirar. No quedaba aire, solo había niebla, y más niebla, cada vez más oscura. Escuchó y vio cómo le tendían una mano invisible, acompañada del resplandor, y no dudó: ella también ofreció su mano y sintió cómo su mente volaba, regalando su cuerpo a la oscura niebla.

 

La ventana del baño

Con tan solo ocho años de edad, y asomado a la ventana del baño, veía perfectamente el cielo con una panorámica espectacular. Pronosticaba, sin necesidad de escuchar programas de televisión ni consultar el móvil o el ordenador, la meteorología, o mejor dicho entre nosotros, el tiempo que haría al día siguiente. Nos adelantaba las maravillosas y cálidas brisas que nos iban a visitar, las gotas de lluvia que nos bautizarían, el granizo que nos destruiría para volver a crecer o construir, y la nada temblorosa de esos días cambiantes, de aparente calma, dispuestos para el sutil descanso. 

 

Lo que fue un día más para él

Estamos clasificando los libros de la biblioteca de Mamá y hemos encontrado un recorte de periódico doblado entre las páginas de Cumbres Borrascosas. Os lo adjuntamos a continuación. Creímos que sería interesante compartirlo con vosotros.

Leedlo cuando podáis. Quizá sabéis alguna pista sobre la identidad del Autor, parece una persona especial para Mamá. Estamos empacando sus libros tal y como quedamos. Os enviaremos los vuestros por correo. Se trata de una columna de autor, dirigida y publicada en un periódico local, pero nos ha llamado la atención porque... ya hablaremos cuando la leáis vosotros también.

El Hogar – Periódico Local
Dos de noviembre de 1958. San Luis.

Me gustaría narrar a mis estimados lectores lo que es para mí el Saludo, sí, sí... un aparente y simple "Saludo".

Me refiero a la acción verbal o gestual que se utiliza o realiza para comunicarse con los demás en el preciso instante de encontrarse con otras personas conocidas, bien fuera del hogar o cuando se retorna a él y espera alguien con quien se comparte.

También se utiliza como tanteo, es decir, con vistas a conocer en un futuro nuevas personas que atraen, que gustaría conocer y, por qué no decirlo, simplemente que interesan, sin más razón y, por supuesto, sin saber por qué.

De todos los tipos de saludos que hay, solamente mencionaré algunos de mis favoritos, pero hay muchos otros que no son menos importantes, graciosos e incluso espléndidos, aunque queden excluidos.

Ocurre que en un relato corto como este también se pueden hacer honores a grandes hechos, como es un saludo, pero de este modo es como espero ser justo y no obviar algún tipo favorito de saludo importante para otras personas y, si así sucede, no presten atención a esta falta de coincidencia en nuestros gustos. Creo que no sería una injusticia o descrédito, aunque, por supuesto, se trate de un saludo meritorio también.

Aprovechen la ocasión y, si es de su gusto, recreen su pensamiento y reciban mi agradecimiento, añadiendo que estaría encantado de escuchar o leer estos saludos inéditos. 

Pido permiso, si no es mucho pedir, para aprovechar la atención que están prestando a la lectura, poniendo en su mente las siguientes líneas también:

Querida lectora y querido lector: mi intención es cambiar de narrador en este preciso instante, ya que dejaré en un ladito a mi adorado narrador protagonista para sustituirlo por el narrador omnisciente, gran sabio de todo lo que ocurre y nos ocurre, aunque no haya estado nunca presente o parezca que se lo invente. (Ruego y espero se me corrija al respecto, gracias anticipadas a mi editor y maestro de escritura creativa; así mismo, espero se publique en su integridad). Entremos juntos, pues, en este particular homenaje al saludo:

"El señor David, gran comerciante nativo de una ciudad mediana de 5.000 habitantes, se paseaba todas las mañanas desde su casa hasta su trabajo en una gran tienda de comestibles, ropa y herramientas, todo de su propiedad. Este hombre tenía una edad considerable que empujaba a cualquiera hacia el respeto; la edad es la edad. Sus cincuenta años habían sido llevados desde la disciplina, la rutina y la voluntad férrea, derivando en volumen de clientes y amigos, pronosticando una vejez de gloria, con un gran secreto. El señor David se sentía bien de manera cotidiana. Era puntual, alegre y afortunado, pues su fuerza se renovaba día tras día.

En el trayecto al trabajo siempre encontraba acompañantes y se cruzaba con personas que conocía. Algunas de ellas íntimamente, pues era un veterano amistoso con estilo y experiencia, además de soltero codiciado con supuestos ingresos cuantiosos y una merecida reputación de tacaño. Él se argumentaba a sí mismo que no deseaba realizar gastos superfluos, pero en su fuero interno sabía que era un tacaño. Se sentía juzgado por las miradas que los clientes le imponían al pasar por caja para pagar, advirtiéndole también que otros comerciantes realizaban un redondeo de los céntimos al liquidar la cuenta, de manera que si esta subía a treinta y cinco con sesenta, los otros comerciantes cobraban treinta y cinco redondos. Él hacía oídos sordos y cobraba sin pestañear recelosamente hasta los más ridículos céntimos, como, por ejemplo, diez con uno. Este hecho era superior a sus fuerzas; no podía evitarlo.

Los lunes, con quien se cruzaba primero, de camino a la tienda, claro, y durante varios lustros, era con la señora Amparo, que también se dirigía a su trabajo. No era cliente suyo; no obstante, después de tantos años, sus figuras se reconocían de lejos. Dos metros antes de alinear sus cuerpos, ya se saludaban de manera superflua con un "buenos días" en tono neutral, sin sentimiento, pero con la certeza de que el uno para el otro eran la demostración de una constante, la cual significaba que la semana comenzaba de nuevo. Ese saludo constante los preparaba para empezar con normalidad, no solo el día, sino la semana; o sea, era sinónimo de continuidad, esperando cero imprevistos indomesticables. A veces se decían también "adiós" pegado detrás del "buenos días" y en un tono más bajo, como sin querer invocar el final que tiene como significado ese adiós que todos conocemos. La señora Amparo pensaba que era un engreído y el señor David pensaba que ella era una estirada. La verdad es que a nadie le importaba lo que pensasen el uno del otro, a pesar de que ellos se reservaran mutuamente la opinión, creyendo ser discretos.

Los martes, de camino al trabajo también, se encontraba con el dueño de la clínica veterinaria. Con efusión, le dedicaba un gran saludo complaciente con un grito agradable que decía: ¡Hombre, Pedro! ¿Cómo va el mundo animal?...

Se trataba de un saludo solidario también, pues el señor David compartía con Pedro el hecho de ser los dos propietarios de un negocio en la misma acera, y ese hecho los unía en algún aspecto en común que aparejaba un entendimiento rápido, sobre todo ante las quejas, como por ejemplo que el barrendero no hacía bien su trabajo o que todo eran gastos, etc., etc., etc... y así afianzar la posición de cada uno. No se sentían solos, aunque no compartieran nada más.

Otro día, igual que otros tantos para él, volvía de su trabajo hacia casa para descansar, recorriendo el mismo trayecto que por las mañanas. Entonces se cruzaba con una señora de cincuenta y tantos, que se negaba a descansar en la edad y mucho menos a utilizarla como excusa para no soñar con esa vidilla que le proporcionaban unos segundos de protagonismo ante la mirada de un hombre de su agrado... Ella frecuentaba un gimnasio de la contornada, donde se ejercitaba al mismo tiempo que esperaba encontrarse, cuando acabara, con el señor David. Ella salía recién duchada, sin maquillar y con el cabello húmedo, siempre antes de que él cerrase su negocio.

Lo esperaba bambando por la acera como una chiquilla, jugando a una especie de sambori lento. Cuando el viento traía aroma de hierro, especias y goma, ya sabía antes de verlo que él estaba ya en circulación. Se metía las manos en los bolsillos y, con la bolsa de deporte al hombro, comenzaba a caminar de forma despistada, hasta cruzarse con él.

Disimulaba como si no fuera con ella la cosa, incluso se permitía el hecho de no mirarlo a la cara ni saludarlo cuando la separación entre ellos era de pocos centímetros. Entonces, en el último segundo, él le decía alguna gracia que hacía referencia a su porte físico. Ella esperaba ansiosa para escuchar esas palabritas y, solo entonces, se dignaba a decir un escueto y dulce "buenas noches", que podría traducirse como un "quiero pero no puedo hasta que no me conquistes un poco más". El señor David conocía bien este juego y procuraba impregnarse bien de olor a hierro. Se trataba de un saludo inquieto, lleno de urgencia, contenido y silencioso.

Todo se quedaba atrapado en la imaginación de ambos, la cual se reconcome con pensamientos y preguntas como ¿y si le hubiera dicho...? ¡Qué horror, deseo a estas alturas! e intentaban pensar en otra cosa. Pero al día siguiente volvía otra vez para los vivos y también lo que podría ser un día más en la vida de él y también en la de ella.

Y el tiempo pasaba y pasaba, despacito, como el del reloj de arena, que parece más benévolo que el del segundero digital, y sus saludos eran cada vez más platónicos y más bonitos, hasta que llegaron a la secreta conclusión de que eso era lo mejor. Recorrían ese camino de saludos casi todos los días, invierno, verano, daba igual la estación, el año, viviendo en su interior la variedad de lecturas y emociones que les regalaba ese instante, acompañado de una mirada y un silencioso "te quiero".

Firmado:

Augusto del Solar


Flores de Cristal

Preguntémonos si compensa haber alcanzado este nivel de sofisticación como especie, refiriéndonos en concreto a esa percepción común que domina nuestro conocimiento: la de creernos faltos de defectos.

¡Qué bonito sería que todos supiéramos que, sin padres humanos, seríamos un animal más!
Si nos abandonasen recién nacidos en un asentamiento de gorilas, ¡un gorila más seríamos! Seguro que sí, pero solo creceríamos sanos y completos si recibiéramos amor. Eso es lo que marca la diferencia. Si unos humanos crían a un animal sin cariño, este crecerá igualmente, conservando sus instintos. Pero al contrario, seguramente no sucedería lo mismo, salvo excepciones —que, como es sabido, confirman la regla.

Lleguemos poco a poco al tema que nos incumbe. ¿Cumple el mismo papel en esta función de la vida un ramo de flores natural que uno de flores de cristal? Adentrémonos juntos. ¿No sería justo pensar primero en qué servicio acomete un ramo de flores? Contestemos con sinceridad o, si bien nos parece a todos, contestaré yo en nombre propio, abanderando con máxima humildad la respuesta.

Esta es, para mí, la siguiente: Un ramo de flores acomete muchos servicios, desde el más romántico de los honores, lujosos o no, al amor que se profesan las personas, a la continuidad de la vida y, por qué no decirlo, al más rendido servicio de todos: el tributo a la muerte.

Digamos consensuadamente que también sirve como broche de oro para cualquier ceremonia que se precie, más o menos formal: desde una boda hasta la obtención de una Laurea, y quién sabe cuántos usos frecuentes más. Por ejemplo, esa mirada que lanzamos furtivamente al caminar por jardines ajenos, cuando vemos cómo se nos alegra la vista hasta el punto de pensar: “qué jardín más bonito”. Y no lo notamos, pero nuestro estado de ánimo mejora. En fin, seguro que podríamos seguir nombrando situaciones vinculadas a la presencia de flores.

Nosotros, vamos a utilizar este ramo de “Flores de Cristal de Jacaranda” como despedida. Por supuesto, no son como las flores naturales, pero nos van a satisfacer enmarcando este momento, y otros muchos más que hemos compartido y disfrutado con la literatura: leyendo nuestros escritos y encajando estoicamente nuestros errores, tras la crítica constructiva de nuestro profesor Luis.

Nos acompañará siempre la certeza de que el esfuerzo por seguir adelante y mejorar bien vale la pena, ya que nutre nuestra pasión por conseguir que las palabras, unidas, tengan un significado. Y agradecemos que nos ayuden a lograrlo.

 

Siempre hay una razón

Siguiendo la costumbre de otros años, por fin se encontraban ya en el coche, dispuestos a iniciar el viaje hacia el pueblo de sus padres, lugar donde pasaban los veranos junto a sus adorados primos y otros muchos más amigos y familiares, de ellos y de todos los miembros de su gran familia.

El trayecto se hacía monótono y, mientras sus padres discutían un poco, como en todos los comienzos de viaje destinados a escapar de la rutina, los niños charlaban, se reían y también discutían, pero todo se arreglaba gracias a la buena perspectiva que se les presentaba hacia delante.

Se acercó la hora del hambre y no veían el momento de devorar sus bocadillos junto a la orilla del riachuelo, donde solían detenerse siempre para comer y descansar unos dulces momentos sentados sobre una mantita.
Aparcaron el coche, y los niños salieron veloces hacia la orilla. Mientras los padres cogían los víveres y arreglaban un poco el interior del vehículo, los niños, haciendo una carrera infantil, con trampas mutuas, aceleraron todo lo que pudieron hacia el lugar. Estaban confiados sobre su ubicación, pero presentían que no iban a estar solos. El musgo que pisaban estaba húmedo y el olor a bosque era embriagador, no solo para ellos, sino también para una niña que se encontraba agachada bebiendo agua de la orilla.

No percibió la llegada de los pequeños con suficiente tiempo, y ellos tampoco notaron su presencia. Se sorprendieron los tres, pero la más afectada fue la niña de la orilla, pues se trataba de un hada, cuya tarea era sonreír y desear buena suerte a todos los que se cruzaran por allí... pero solo si era vista.

Los niños la saludaron, y ella cumplió con su cometido, sonriendo cortésmente. Pero cuando recogió un mechón de cabello para sujetarlo detrás de la oreja, los niños vieron que esta era de cristal. El hada se percató de su error y temió que se asustasen, por lo que intentó tranquilizarlos ofreciéndose a contarles una leyenda.

Los niños se sentaron y escucharon con la boca abierta y los ojos como platos.

El hada comenzó su relato en voz baja y, con gran dulzura, dijo: 

—Hace mucho tiempo que ocurrió esta leyenda para dar sentido al porqué las hojas de los árboles son verdes. Y dice así...

Unos niños como vosotros llegaron aquí desde un lugar desconocido. Un día estaban jugando, tan libres como el viento, al juego del escondite. Pagaba la niña y, por lo tanto, el niño se escondió. Pero se escondió tan bien que cayó la noche y ella no pudo encontrarlo. Pese a llamarlo a grandes voces, el niño se había dormido en su escondite y no llegó a escucharla.

Los dos estaban asustados, cada cual en un sentido, pero con una razón en común. Él soñaba atemorizado, y ella sentía lo mismo, pues estaban solos... solos, aparentemente solísimos, y parecían ser los únicos humanos en aquel paraje de ensueño.

La niña escuchó las voces de los animalillos del bosque y también al viento, que le susurraba bellos sonidos musicales al oído, así como el repiquetear del agua al deslizarse sobre los guijarros del riachuelo. Pero todo estaba tan oscuro que no sabía interpretar aquellos sonidos. Entonces pensó que sería bueno escuchar el sonido del viento meciendo algo... algo como adornos a los que llamaría “hojas”, colocados en las ramas de los árboles. Así habría más pruebas sobre dónde se encontraba, y tropezando con un robusto tronco, le preguntó si acaso le gustaría que el viento, al rozarlo, lo hiciera sonar como a un auténtico protagonista. Ella, que preguntó con fe, encontró una respuesta a su medida, pues el árbol le contestó con un triste sonido gutural, diciéndole que nunca había tenido vestidos que ponerse y, en nombre de todos, le agradeció que los embelleciera de una manera tan adecuada y noble. Los gnomos, unicornios, duendecillos y otros lugareños escucharon atentos y ocultos, sin decir nada.

La noche era perfecta para una conjunción así, y la niña le pidió al árbol que le ayudara a encontrar a su pequeño compañero, Liber, pues siempre estaban juntos y deseaba reunirse con él cuanto antes. 

Los árboles, mediante sus raíces, se pusieron en comunicación e iniciaron la búsqueda. Pocos instantes después, la niña notó cómo sus orejas se tornaban cristalinas. Escuchando a todos los árboles, se dirigió hacia donde estaba Liber, que se había quedado dormidito, esperando ser encontrado, en una rama, como si fuera un pequeño monito.

Cuando se reunieron de nuevo, explotaron de júbilo y, en grandísimo e infinito agradecimiento, desearon con toda la fuerza de su corazón que los árboles, antes del amanecer, fueran cubiertos por unos trajes preciosos llamados “hojas” y que estas fueran de color verde, pues las piedras, la tierra, los troncos, la arena e incluso el agua ya poseían su propio color, y tampoco habrían podido lucirlo como ellos. Nada más lejos de lo ya creado sería ver el agua verde. Y se hizo la magia...

El hada se calló y, recordando con alegría cómo era de niña, desapareció.

Los padres llegaron a la orilla con el tentempié. Los niños intentaron contar lo sucedido, pero el hada había desaparecido tan rápido que ninguno la vio irse.
Después de comer, los padres se recostaron uno junto al otro y se durmieron. Los pequeños aprovecharon para jugar al escondite, y la historia se repitió con ellos... y con muchos más como ellos, dando lugar a muchas otras leyendas que, algún día, un hada contará a otros niños. Suponiendo, claro, que tengan esa gran suerte.

 

Un cuerpo infinito

Es un cuerpo no arrugado pero arrugado, ¿y qué...?
Infiel a la soberbia,
se leen en él letras propias y ajenas,
pues no está vacío y triste.

Es un cuerpo anhelante y renovable,
hambriento e insaciable consumidor de aire,
siempre vivo, deseoso, deseado y deseante.

 Es un cuerpo excitado y hermoso,
bien cuidado a la luz de la luna,
lleno de belleza, luz y paz.

Es un cuerpo no desecho, no solitario...
Tacaño de tristeza y melancolía,
con movimiento grácil cuando está mojado.

Es un cuerpo que habita un corazón,
un ombligo, unos ojos y unos dedos
creadores de almas de vida.

 

Soy vampiresa por naturaleza

Detrás de mi apariencia de «mosquita muerta» se esconde mi verdadero instinto unido a una gran necesidad. Me dispongo a relatarles un episodio escueto de cómo rentabilizo al máximo mi corta vida, o sea, que prometo hacer honores e ir directa al grano.

Para sobrevivir y reproducirme he de clavar mi probóscide en la piel de una rica humana y succionar sangre fresca, pues mis pequeñas larvas se encuentran en la misma posición que los pajarillos en un nido.

Lo primero que haré a partir de ahora será entrar en esta habitación misma y esconderme debajo de algún pupitre. Esperaré a que lleguen todas las alumnas, invocando a las faldas más vaporosas de este mundo: así podré dirigirme en picado a la vena femoral que pasa por detrás de la rodilla. Espero sepan perdonar mis errores sobre la anatomía humana, pero no yerro cuando les digo que si vienen en pantalones, volaré hacia el tobillo sin perder un segundo.

Les cuento en directo:
¡Aquí, es perfecto! ¡En esta rendija esperaré!
¡Ya llegan!
¡Viva la glotonería!
¿Estarán ricas?

Bueno... pues acabo de saborear a mi primera víctima tan delicadamente que no ha notado mi presencia. Sin embargo, es cuestión de segundos que empiece a rascarse.
Me dirijo a por otra, y después otra, y otra... ¡Madre mía, qué atracón! Voy a parar ya y volveré a la rendija volando... pero... ¡Che! ¿Qué pasa? ¡No puedo alzar el vuelo! Ya es la segunda vez que me pesa mucho la barriga y no puedo volar. Tengo que controlar mi dieta.

¡Ostras! Me iré con una de ellas, metiéndome en el primer bolso que me invite. ¡Este mismo! Está abierto y es acogedor. Me ha costado trepar hasta él, pero es precioso y es justo lo que necesito para viajar y pernoctar sin preocuparme por el dichoso aire, las ventanas cerradas, por no hablar de los insecticidas y otras estomagancias más peligrosas —que ustedes ya podrán imaginar— y que suponen un gravísimo escollo para mi insignificante tamaño.
Pues por estos condicionamientos, entre otros, he tenido que desarrollar estrategias casi tan peculiares como las suyas para darme cuenta de que en este mundo hay sitio para todas.


Suspiro

Vuela

Vuela, viento

Vuela, viento, susurro

Mi susurro, el que viaja al sol.

A veces susurro cuando me aburro,

aburrimiento del que yo no me arrepiento,

pues me permite coger la velocidad del caracol:

lentitud y torpeza, sin caracol ni burro.

Cuánto me importas, luz del sol,

aunque me duele, no aprendo.

Levito en mi susurro,

con el viento

y el crisol.

Suspiro.

 

¿Qué pasó con Luis? 

Como cualquier lunes de otros cursos pasados, acudiríamos en septiembre a la primera clase de creación literaria de un nuevo curso. Esperaríamos otra vez a nuestro bohemio profesor, ya que nunca solía ser puntual, pero, aunque se retrasara, sabríamos que, cuando entrase en clase, el ambiente se llenaría de un carácter especialmente temático que nos induciría al recogimiento literario. Todas y todos estaríamos preparados para iniciar una nueva etapa, aunque tuviéramos nuestras dudas.

Ya habría transcurrido el verano: algunos lo habrían sudado en sus casas, otros en sus puestos de trabajo, otros tantos en playas apartadas o montes idílicos, conformando así todas las posibilidades donde encuentran cabida gustos y preferencias para disfrutar del calor.

Está claro que, con rapidez, asumiríamos las diferentes maneras y gustos que pudiéramos tener, pero, pasadas algunas rápidas conversaciones entre todos, sabríamos de antemano que habría algo irremediablemente igualador, y eso sería que la mayoría de nosotros no habría escrito en estos meses de asueto.

Dicho esto, solo cabe añadir que llegó septiembre y, con él, la hora de la verdad. 

Podríamos olvidar las especulaciones sobre la vuelta y centrarnos en la realidad. Pero un misterio permaneció oculto hasta el último minuto: descubrimos que nuestro profesor no acudiría a clase, despidiéndose de manera cordial sin dar más explicación que un adiós. Y la pregunta fue: ¿qué pasó con Luis?

Cada uno pensaba en una razón sobre el porqué de esta ausencia inesperada. Además, sin otro profesor, sabíamos que la motivación se escurriría hasta quedarse casi seca. Sin embargo, antes de que se convirtiera en un desierto, y pasados unos meses, conseguimos reunir el grupo de nuevo, programando algunas actividades.

Las conversaciones del primer día de reunión están muy recientes y cumplen con los pronósticos: las escritoras no habían escrito en verano. Pero una grata sorpresa se iba a revelar: una de nosotras nos hizo retomar la ilusión manifestando su intención de publicar un poemario. Fue un golpe de timón en un momento de decepción.

Respecto a Luis, supe que había dado el salto a la gran pantalla. Pedro Almodóvar leyó su currículum y se puso en contacto con él. Luis ya no vive en Valencia: se está convirtiendo en el futuro director de cine que recogerá el testigo del gran director español.

Y, sin más que añadir, sé que estará presente en escritos e intervenciones, y le echaré mucho de menos. Le deseo lo mejor, que florezca como las amapolas en primavera y navegue con vientos favorables siempre.

 

Amor propio

¿Por qué? Ya estoy otra vez en este odioso estado de revolución indefensa e impotente, que me produce la propia ira que genero por no dominar la emoción negativa de un enfado ante una causa que podría decirse es irrelevante, sobre todo si se produjese en otro momento u otro día.

¿Por qué precisamente ahora no relativizo la causa y mañana sí? Pero digo yo, al fin y al cabo, son muy pocas las cosas, por no decir ninguna, aquellas que merecen que yo salga de quicio, derrumbe mi estar que ya es de por sí quejumbroso, inquieto, dudoso y preguntón.

A ver, ¿por qué dejo la puerta abierta para que me afecte un malentendido o vete tú a saber qué otra cosa? ¡Si al final me enfado siempre por el propio enfado y no por la causa! ¡No por el motivo! ¡Me enfado conmigo misma por dar pie! ¡No hay motivo! Después de una vida, ¡me lo debo! ¿Me regalo el momento del click? ¡Basta de intoxicarme yo sola! ¡Me pongo en la parte neutra! ¡Con humor! ¡Sin orgullo! ¡Solo con amor propio!

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